La penúltima semana del año ha sido, en pequeño, una réplica del año entero, al menos en lo que a la remontada bursátil se refiere. Las fuertes caídas de la sesión inicial del pasado lunes, que para varios índices europeos fue la peor sesión desde septiembre, fueron compensadas por subidas en las tres sesiones siguientes (la del jueves, en realidad, media sesión) permitiendo un balance semanal básicamente equilibrado.
Ni la mutación del virus aparecida en Inglaterra era, al parecer, tan agresiva como se temía ni el mal tono que parecían tomar las negociaciones del Brexit era un obstáculo tan insalvable, y al final el S&P ha recortado un simbólico 0,17% en la semana, el Dow Jones ha subido un 0,07%, el Nasdaq un 0,38%, el Eurostoxx ha caído un 0,07% y el Nikkei y el Dax han caído un 0,3%. Nuestro Ibex ha sido esta vez la estrella, al subir un 0,9% en la semana, muy ayudado por valores como IAG, Meliá, Amadeus, o Santander, a los que una salida negociada del Brexit les va muy bien.
Pero, más allá de estas sesiones finales del año, que, como venimos diciendo en los últimos comentarios, deberían ser tranquilas, la pregunta relevante, tras un año tan complejo y lleno de mensajes como el 2020, es la que se hacía hace unos días en su blog de Bloomberg el prestigioso comentarista John Authers: ¿Estamos viviendo un nuevo episodio de especulación, de fuegos artificiales financieros alimentados por el dinero fácil? ¿O más bien estamos ante unos mercados muy profesionales capaces de anticipar con acierto un futuro que va a ser brillante?
La idea dominante hasta hace unos años era que a medida que la tenencia directa de acciones por parte de los particulares iba a menos, al invertir los ahorradores su dinero a través de Fondos de inversión, las Bolsas iban ganando en profesionalidad, protegiéndose así frente a episodios especulativos como los de los años veinte del siglo pasado o como el de la burbuja de las "punto com" de fines de los noventa. Se suponía que los inversores institucionales eran capaces de evitar los errores propios de los inversores minoristas.
En cierto modo, la crisis de 2008 supuso un gran golpe para esa tesis de la mayor institucionalidad y profesionalidad de los mercados financieros. Las aparentemente sofisticadas y seguras, pero en el fondo frágiles y arriesgadas estructuraciones financieras elaboradas por los bancos de inversión, titulizando activos hipotecarios o de otro tipo, sirvieron de base a muchas carteras institucionales y fueron luego distribuidas al gran público minorista, poniendo de manifiesto que al final tan peligroso era dejar que Wall Street diseñase el modelo de riesgos como que lo hiciesen los particulares por sí mismos.
A la vez, desde el inicio del siglo, pero sobre todo en los últimos diez años, el peso de la tenencia directa de acciones sobre la institucional ha ido creciendo. Cada vez más particulares tienen acciones directamente y no a través de Fondos de Inversión. A ello contribuyen por un lado los ejecutivos de empresas que tienen grandes paquetes de acciones porque son sus fundadores (como Jeff Bezos en Amazon o Mark Zuckerberg) en Facebook) o porque parte de sus retribuciones las perciben en acciones. Por otro lado, contribuye la legión de operadores de corto plazo (day traders) que operan a través de plataformas como Robin Hood con cero comisiones y siguiendo pautas muy especulativas, que por el momento les han ido extraordinariamente bien, porque las Bolsas no han parado de subir. Un tercer bloque sería la inversión pasiva, que en el fondo pone en manos de los particulares las acciones que forman un índice o una selección "temática" de empresas. Si compro un ETF del Nasdaq o del S&P al final estoy comprando, sobre todo, una docena de acciones de elevado peso en el índice.
La realidad final es que las Bolsas han cambiado y ya no son los gestores y analistas de las instituciones los que marcan la tendencia, sino los particulares, y lo hacen sin un análisis profundo de los fundamentales, pero ganan muchísimo dinero. Por ejemplo, con el bitcoin, que está ya cerca de los 30.000 dólares, han ganado el 270% este año, con Moderna más del 500% y con Tesla casi el 700%.
Esas revalorizaciones y algunas de las imágenes que las acompañan, como los confetis que lanza Robin Hood a sus clientes cuando completan una operación, nos remiten claramente a la idea del juego, del casino. También más propio de un casino que de una Bolsa sería lo sucedido con Nikola, el fabricante de camiones eléctricos que quería seguir los pasos de Tesla y que ha terminado siendo un gran fiasco. O con Zoom Technologies, una pequeña tecnológica que subió como la espuma en marzo porque los inversores la confundieron con Zoom Video Communications, y que luego se derrumbó cuando los inversores minoristas se dieron cuenta de que las acciones que compraban no eran las de la plataforma de videoconferencias sino las de otra empresa cuyo "ticker" se parecía mucho al de la empresa de videollamadas. Por no hablar de subidas tan espectaculares como las antes mencionadas de Tesla o del bitcoin, que rompen todos los modelos de valoración hasta ahora conocidos.
Sería fácil desacreditar las subidas de este año 2020 con estos y otros muchos ejemplos tachándolas de especulativas y de convertir las Bolsas en casinos de juego. Pero probablemente sería equivocado, porque 2020 nos deja también un mensaje de transformación, lo que venimos llamando la "K". Y esa "K", esa Bolsa de ganadores y perdedores va a quedar ahí, sometiendo a los inversores al reto de elegir bien, de elegir más "winners" que "losers". Puede haber una parte de juego en lo que ha pasado en las Bolsas este año, pero otra parte es anticipación de un futuro distinto, de un nuevo escenario post Covid que va a ser muy diferente del que conocíamos y al que deberemos ir adaptándonos.
Entramos en la última semana del año, también corta y semifestiva, en la que no esperamos nada que no sea cerrar bien el ejercicio. Con el Brexit aparentemente encauzado y con las vacunas ya distribuyéndose, nada parece interponerse entre las Bolsas y la felicidad, la enorme felicidad de ganar dinero tan fácilmente como se ha ganado en el 2020. Nada salvo una economía que no acaba de recuperar la normalidad y un virus que no termina de desaparecer.
A la espera de los nuevos "cisnes negros" que puedan sorprender a unos inversores ajenos al riesgo, afrontemos la recta final de 2020 con el espíritu más positivo que podamos.
Juan Carlos Ureta Domingo
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